En la mañana del 10 de mayo de 1957 los colombianos, después de varias noches de inquietud y desvelo, de días de choques callejeros entre estudiantes y soldados o entre elegantes señoras bogotanas y agentes policiales, y de meses de sombría zozobra, se despertaron para oír por radio al general Gustavo Rojas Pinilla, Presidente de la República desde el golpe militar de 1953, anunciando su decisión de retirarse del gobierno. En las principales ciudades del país inmensos grupos de entusiastas ciudadanos salieron a las calles a expresar su ruidosa satisfacción con la caída de la dictadura. En algunas partes la celebración se convirtió en venganza y varios miembros de los servicios secretos del gobierno murieron víctimas de la furia popular.
Rojas Pinilla se había apoderado del gobierno en 1953, cuando el presidente Laureano Gómez trató de separarlo del ejército, y cuando lo hizo recibió el respaldo de todo el partido liberal y de una parte substancial, probablemente mayoritaria, de los conservadores. En efecto, el gobierno de Gómez, que durante la mayor parte de su período había sido reemplazado por el designado Roberto Urdaneta Arbeláez, agravó el enfrentamiento entre liberales y conservadores que había envenenado desde años atrás la vida política y destruido la paz, y respondió al crecimiento de la violencia y a la crisis del país tratando de imponer una constitución autoritaria y antidemocrática. Para Gómez, Colombia solo podría salvarse si se erradicaban el liberalismo y la democracia, instaurando una república bolivariana, gobernada por élites calificadas, libre de la tiranía del sufragio universal, que entregaba el poder al “oscuro e inepto vulgo”. Los intentos de establecer una constitución orientada por estos principios agudizaron los conflictos y las tensiones políticas e hicieron que el golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla se viviera como el fin de una intolerable pesadilla.
Por unos meses las promesas de Rojas y su esfuerzo por cumplirlas parecían serios: la violencia rural disminuyó, miles de guerrilleros liberales entregaron sus armas y los dirigentes políticos, llenos de agradecimiento, después de legalizar el gobierno de Rojas hasta 1954, aceptaron prorrogarlo hasta 1958. Sin embargo el alivio que sintieron los colombianos en 1953 no duró mucho. Para finales de 1956, el presidente militar había perdido buena parte del apoyo inicial. Enfrentamientos con la prensa, censura de prensa, restricciones a las libertades ciudadanas, conflictos con la iglesia, la suspensión total de las elecciones, un manejo arbitrario de la economía, el crecimiento desbordado de la deuda pública y el déficit presupuestal, y un talante cada vez más autoritario y antidemocrático, le hicieron perder el apoyo del liberalismo y de parte importante del conservatismo. Lo que se había vivido como una liberación se fue convirtiendo en una prolongación de los viejos gobiernos conservadores de mediados de siglo, matizada por leves tentaciones populistas, que no fueron suficientes para que conquistara un apoyo amplio popular.
Por esto, el viernes 10 de mayo de 1957 las mismas masas obreras y los mismos dirigentes políticos y sociales que habían recibido con entusiasmo la caída de Gómez se alegraron por la caída de Rojas Pinilla. O aún más: la caída de Rojas estuvo acompañada del júbilo adicional de los partidarios de Laureano Gómez, que cobraban ahora su venganza, y, habiendo abandonado en buena parte sus veleidades autoritarias, se unían a los que creían que el país podía organizar un régimen político democrático y pacífico.
Por esto, los meses de mayo a diciembre fueron de euforia y amplias movilizaciones. A las manifestaciones del 10 de mayo, con sus brotes de violencia, las sucedieron las multitudinarias marchas de apoyo a Laureano Gómez, Guillermo León Valencia o Alberto Lleras, que aparecían como representantes de la sociedad civil contra la dictadura militar, de la democracia representativa y basada en los partidos contra el gobierno de un jefe supremo, de la libertad de expresión contra un régimen de censura de prensa y quema de libros.